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La Frontera es también un lugar caótico e infecto, como bien se esfuerza en demostrar la realidad cotidiana. En los confines del cine negro clásico, la mente privilegiada de Orson Welles llevó a la pantalla una historia de ambiguedad y corrupción que trasladó las sombras del crimen al sórdido avispero de la Frontera.
Welles consiguió reescribir y dirigir 'Sed de Mal' en 1958, por mediación de Charlton Heston, cuando su papel inicial no estaba destinado más allá de interpretar al desconcertante comisario Quinlan, quizás el primero de tantos patibularios representantes de la Ley que luego poblarían las fronteras cinematográficas.
Como alguien dice en la película, las naciones orillan hacia sus fronteras lo peor de sus sociedades, y tal sería el caso de este polizonte, que en ninguna otra cloaca pudo medrar del mismo modo. Fue debido a su caracterización y al pulso rompedor de Orson Welles, interpretándole y dirigiendo la película, que la Frontera tomó a partir de entonces su oscura dimensión: el lugar turbio en el que el bien y mal se entremezclan fatalmente, el tenebroso límite donde las apariencias engañan y toda clase de sabandijas encuentran acomodo.
El inicio de la trama no puede ser más fascinante. Arrancando con el maravilloso plano secuencia más célebre de la historia del cine, Welles nos lleva en volandas a través de tejados, avenidas y calles, desde el lado mexicano al estadounidense, sin pestañear, entre un sinfín de paseantes, figurantes y carritos de venta ambulante. Palpitando a un ritmico tic-tac y la pegadiza melodía de Henry Mancini, el último crimen en la Frontera aguarda tras el checkpoint.
La secuencia, un reparto espectacular y la singular trayectoria de Orson Welles encumbran la película a la categoría de mito, no exenta de discusión. Es evidente que arrancando desde la intensidad de este magistral punto de partida no es fácil mantener una tensión similar a lo largo de todo el metraje. Aunque para nutrirla el excesivo Welles no escatime en efectos y recursos, auxiliado por la atmósfera asfixiante de la fotografía de Russell Mety y la partitura latin-jazz de Mancini, la historia se muestra unas veces inconstante y otras absurdamente previsible. En otras ocasiones, la cocina del guión debe recurrir a curiosos giros para cerrar la trama. Es cine clásico, sin llegar a alcanzar la profundidad una novela policíaca.
Hay todo un estudio de sombras detrás de cada plano, en noches tan oscuras como el alma misma del catálogo de frikis con que se va encontrando el bienintencionado Vargas (Charlton Heston). Mención especial merecen los actores secundarios, un reparto de pandilleros cuyo retrato sabe a poco, en especial algún personaje femenino. A favor de la película, las primeras figuras se desempeñan con soltura en auxilio de una historia donde nada es lo que parece. Ni siquiera ellas mismas.
Como Charlton Heston, el héroe hecho busto, tuneado de mexican, soberbio desde su óptica de poli bueno. Él será nuestro introductor a este prefabricado enclave fronterizo hollywoodiense. A sus espaldas descubriremos la ponzoña que se ha venido ocultando tras el despotismo de Hank Quinlan. Por su parte Janet Leigh, todo primor y candidez, vive su primera experiencia sórdida en un motel, ensayando el papel de víctima aterrada que desarrollará más tarde a su paso por Casa Bates. Incluso la diva Dietrich pierde su rubio teutón por tomar la apariencia de gitana fronteriza (...), un detalle aludiendo al mundo hispano quizás para añadir carga sobrenatural a una dimensión ya de por sí bastante esquizofrénica. Su última aparición no viene a cuento.
Pese al buen trabajo de todas ellas, el imán de la película sigue siendo Orson Wells, su protagonista y director, un magnífico ególatra por otra parte. Todo nos conduce a su pontificado, bien encaramado a lo alto de la grúa o jugando al escondite con luces y sombras, bien bajo la sebosa fachada del desquiciante comisario Quinlan.
Frente a la rectitud moral y estética de Heston, Orson Welles se recrea en la penumbra moral de su personaje, un abyecto tipejo que ha prosperado enquistado en las costuras de la Ley. Orondo, grasiento, sudoroso y hasta pestilente, nada escapa a su control en este universo confeccionado por los vicios y delitos que todos prefieren dejar a su criterio. Hank Quinlan es 'Sed de Mal', un corrupto que fracasa en invocarnos a la ternura desde la soledad del monstruo. Su maldad solo tiene parangón con su torpeza, incluso en el modo de desplazarse, pues su característica cojera hace que Quinlan parezca arrastrarse como la rata que ciertamente es. En el último desafío intentará conservar una posición preeminente ante la fiscalidad del recién llegado Vargas, un reputado competidor y una incómoda presencia alterando el reinado de Hank Quinlan por primera vez en mucho tiempo.
Esto es 'Sed de Mal' a nuestro modo de ver, la preciosa obra que vino a finiquitar el cine negro clásico. Aunque de negro tenga más sombras que trama, es una delicia redescubrir el magnífico trabajo de director y equipo para componer nuevas perspectivas al discurso y los personajes fronterizos.
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